domingo, 14 de julio de 2013

Ariel Ortega: un amor para toda la vida




El fútbol seguía escribiendo su historia, sin saber que aquel verano de 1974 traería consigo uno de sus mejores intérpretes. Ledesma se preparaba para exportar un patrimonio mucho más valioso que el azúcar. La Puna fue testigo de las primeras pinceladas de un duende mágico.

Ariel Ortega pasaba sus tardes mimando a quien sería su mejor compañera: la pelota era objeto de fascinación para aquel changuito que ya soñaba con el estrellato. Prefirió entregarse a la suerte en su River querido, antes de conformarse con un futuro Rojo o Xeneize. El Monumental se hizo hogar y abrazó sus sueños. El Burrito siempre hizo lo que le dictaba el corazón.

En poco tiempo, se convirtió en el protagonista del fútbol que queremos ver. Ortega quebró cinturas, dejó en ridículo a arqueros y defensores, se convirtió en sinónimo de gambeta, hizo goles imposibles. Volvió locos a sus rivales, maravilló a sus propios compañeros e hizo delirar a las tribunas. Nadie fue capaz de detenerlo en su afán de hacer hablar a la pelota: se adueñó de ella hasta fusionarse en uno solo.

La realidad lo sacudió varias veces, por momentos su vida fue un cambalache. Su carácter testarudo y los problemas personales lo alejarían de sus sueños, pero él siempre regresó. Ariel siempre prefirió ser el cálido “Burrito” de Núñez, antes que el distante “Ortega” de Europa. Una y otra vez, su destino siempre sería River, y la esquina de Alcorta y Udaondo su lugar en el mundo.

El amor eterno quedó sintetizado en aquel relato de Costa Febre luego de la obra maestra que realizó bajo la lluvia ante San Lorenzo. Los años hicieron desaparecer la potencia y la velocidad, pero el talento nunca se fue. El anhelo de todos fue disfrutarlo hasta la eternidad, con la banda roja cruzándole el pecho, la vincha sosteniendo su pelo enmarañado, esa sonrisa pícara que refleja alegría y la 10 estampada en la espalda.

La reencarnación del fútbol en esa exquisita gambeta hizo que el reconocimiento fuera más allá de los colores. Los hinchas de River, a veces, le prestamos su magia al resto de los mortales para que disfrutaran de esos firuletes que te erizan la piel. Uno de los pocos seres capacitados para levantar hasta el partido más aburrido con sólo una pizca de inspiración.

Millones de almas se apretujan en el teatro del fútbol argentino para ser testigos de su última función. El Monumental se viste de gala para homenajear a su propia historia. Tantas emociones acumuladas en un puñado de horas y el “Orteeeega, Orteeeeega” que baja de los cuatro costados, no son suficiente. La pelota llora la despedida de uno de sus mejores socios. La esencia del potrero y el símbolo del fútbol espectáculo dicen adiós.

La idolatría no es para cualquiera. Son pocos los elegidos que logran ganarse un lugar en la historia y en el alma de millones. Aquel Chango que nos robó mil sonrisas, que nos arrancó una catarata de “oles” y nos hizo gritar de emoción. Todas esas cosas quedan guardadas en la cajita de los recuerdos, en ese pedestal reservado únicamente para el orgullo inquebrantable. 

Hoy nos lamentamos, porque nunca más tendremos el gusto de volver a respirar su magia dentro del campo de juego. El homenaje para el último gran ídolo riverplatense desde lo más profundo del alma, con el sentimiento hecho carne y con lágrimas en los ojos. Hoy damos paso a la leyenda, porque el pueblo millonario lo recordará toda la vida. El amor por el Burrito no tiene fecha de defunción.

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